Chocolatera, molinillo y anafre
Cobre, madera y barro cocido
Siglos XIX-XX
Hacia Belén va una burra, rin, rin
yo me remendaba, yo me remendé
yo me hice un remiendo, yo me lo quité,
cargada de chocolate.
Lleva su chocolatera, rin, rin
yo me remendaba, yo me remendé
yo me hice un remiendo, yo me lo quité,
su molinillo y su anafre.
Este popular villancico compuesto por el P. Antonio Soler (1729-1783) menciona objetos que están en desuso y hoy sólo algunas personas conocen, pero que fueron imprescindibles en los hogares españoles entre los siglos XVI y XIX.
El anafre o anafe es un hornillo o cocinilla portátil que se usó preferentemente en la mitad sur de la Península Ibérica y que elaboraban los alfareros, aunque también los hubiese metálicos y hechos con algunos materiales pétreos; la colección de cerámica que D. Miguel Ángel Álvarez donó al Museo de Cáceres en 2013 incluye anafres fabricados en la mayoría de los alfares de la región, como Salvatierra de los Barros, Mérida, Torrejoncillo, Cabeza del Buey, Arroyo de la Luz, Berlanga o Zarza la Mayor, que es de donde procede el ejemplar expuesto, perteneciente a dicha colección. Se trata de un recipiente que contenía las brasas con cuyo calor se cocinaban los alimentos depositados en pucheros o contenedores colocados sobre la boca del anafre.
Uno de esos recipientes que se calentaban sobre el anafre es la chocolatera que menciona el villancico; desde finales del siglo XVI el consumo de chocolate a la taza se había convertido en una arraigada costumbre nacional, y las chocolateras de cobre o de barro cocido formaban parte de los ajuares de la mayor parte de los hogares extremeños. La afición al chocolate estuvo tan extendida en nuestro país que se decía que esta bebida era para los españoles lo mismo que el té para los ingleses, tardando mucho tiempo en popularizarse el consumo de café por la fuerza de la tradición chocolatera.
El chocolate debía calentarse sobre la cocina o el anafre y se podía tomar cuando adquiría la consistencia perfecta («las cosas claras y el chocolate espeso»); para conseguir ese punto se utilizaba el molinillo, definido por el Diccionario de Autoridades como «el instrumento que sirve para batir y desleír el chocolate; formado de una bola cavada o dentada, y un astil, que se mueve, estregándole con ambas manos de un lado a otro». En los martinetes de Guadalupe se batieron las hojas de cobre con las que se confeccionaron millares de chocolateras vendidas por toda España, como la que se expone junto con su molinillo este mes, la cual perteneció a la colección de D. Juan Arroyo, adquirida por el Museo de Cáceres en 1934.
Marzo de 2021
«+ que palabras»
Lourdes Murillo (Badajoz, 1964)
Dibujo y libro objeto
La artista extremeña Lourdes Murillo es licenciada en Bellas Artes, especialidad Pintura por la Facultad de Bellas Artes de Sevilla. En su larga y fructífera trayectoria cabe destacar numerosos galardones: Premio Adelardo Covarsí de Badajoz (1989); Premio Villa de Madrid del Centro Cultural Conde Duque (1998); Premio Altadis de la Galería Juana de Aizpuru de Madrid (2002), entre otros.
Ha participado en numerosas exposiciones individuales y colectivas: ENTRECIELO, en el Museo Barjola, Gijón (2007); AYERES Y MAÑANAS, en la Galería Weber-Lutgen, Sevilla (2016); ALHAJARES, en nuestro Museo de Cáceres (2017); LO INDELEBLE, en la Casa de Cultura de Don Benito (2019), y muchas otras.
El libro que exponemos, «+ que palabras y sederías» es el número 41 de los 100 firmados por la artista, cada uno está acompañado de un dibujo original correspondiente a la numeración. En el caso del libro 41 se corresponde con la palabra «SEDERÍA», fue realizado el año 2005.
Escribir/dibujar – la etimología griega lo expresa bien, graphein – son una sola y misma cosa. El dibujo tiene una magia añadida: conserva la memoria no de las palabras sino del rumor anterior a las palabras y lleva en sí la huella de nuestro cuerpo. Pero uno y otro, escribir/dibujar, coinciden en la distancia y en la obsesión, buscan ambos fijar el rastro de las cosas, llámese nombre o huella.
…. Tienen la forma de trazados sobre la arena, que discurren sin centro y crecen en espiral, ocupando el espacio blanco y creando así una especie de laberinto sin medida ni dirección. Solo alcanza su puerta quien lo recorre entero, guiado por una extraña atracción de lo inabarcable. Otras veces, se presentan como celosías protectoras. Tras ellas se adivina una luz lejana, pero todo lo otro, el obstinado mundo de los objetos, desaparece. Y pueden también entenderse como variaciones de un espacio que se precipita en agitación hasta desaparecer.
La pintura, los dibujos de Lourdes Murillo pueden así entenderse como el ritual de una escritura abierta, reiterada, que una y otra vez persigue las huellas de una presencia a punto de desaparecer. Son aquellas palabras que giran sobre el torbellino del tiempo, exponiéndose ahora al silencio. Una emoción extraña acompaña esa oscilación temblorosa que sacude desde su centro la disponibilidad de sus alfabetos, condición radical del nombrar. Ahí están los trazos como redes que tejen el lugar imaginario sobre el que la memoria descansa, y de la que Lourdes Murillo es ahora su ángel.
Francisco Jarauta
El ejemplar que exponemos de «+ que palabras» forma parte de la Colección de Bellas Artes del Museo de Cáceres desde el 22 de enero de 2008.
Abril de 2021
Asador de bronce
Siglo VI a. C.
Las Cortinas, Aliseda
El conocido como Tesoro de Aliseda fue hallado la tarde del 29 de febrero de 1920, cuando el niño Jenaro Vinagre, al cavar la tierra para extraer arcilla junto a un tejar en El Ejido, un terreno comunal de Aliseda, encontró pulseras y cadenas de oro entre la tierra. Sorprendido por el hallazgo avisó a sus tíos que estaban trabajando en un horno cercano. Tras una novelesca historia en la que se mezclan rencillas personales, familiares, intento de venta de las joyas en Cáceres e incluso la entrega de parte de las alhajas bajo secreto de confesión, las joyas acabaron en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, donde hoy se exhiben.
Durante muchos años el tesoro fue considerado como el ajuar funerario de alguna mujer importante, como parecían indicar los diferentes objetos, cuyo origen podría situarse en Grecia, Egipto y Fenicia: diadema con flores, brazaletes, anillos, collar o el cinturón, entre otros. Estudios posteriores determinaron que, entre los 25 objetos de oro, plata, bronce, vidrio y piedra encontrados, algunas joyas eran de uso femenino, otras de uso masculino y otros eran objetos de uso ritual como el brasero, el jarro de vidrio o la pátera de oro.
Entre los años 2011 y 2013 un equipo de investigación de la Universidad de Extremadura, dentro del proyecto «El tiempo del Tesoro de Aliseda», realizó una excavación en el sitio de Las Cortinas, ubicado 150 metros al norte del punto de El Ejido donde aparecieron las alhajas. La investigación pudo determinar que el tesoro de Aliseda no procedía ni de una tumba, ni de una ocultación, sino que se trataba de objetos de producción indígena e importados, adquiridos y acumulados generación tras generación, usados en rituales anuales, tal vez con motivo del inicio de la primavera y como exaltación de la fertilidad.
El único objeto de bronce aparecido en la excavación es, sin duda, la pieza más significativa de las recuperadas en la excavación de Las Cortinas. Se trata de un asador o espeto que se encontró depositado en una pequeña fosa junto con restos de un banquete. Es un ejemplar completo sin decoración y con el mango insinuado entre dos aletas planas. La sección es aplanada rectangular en toda la pieza cuyo grosor disminuye ligeramente hacia la punta llegando a una longitud de 105 cm, si bien pudo ser algo mayor, y su peso es de 257 gramos. Este asador debió de ser realizado a partir de una barra de bronce obtenida por fundición y posteriormente trabajada en caliente.
Los asadores se vinculan a lugares como poblados, santuarios o edificios de mayor importancia como palacios, y su uso está relacionado con rituales centrados en el asado de animales sacrificados en banquetes religiosos como ofrenda a una divinidad. En Extremadura han aparecido ejemplares similares en el poblado de El Risco en Sierra de Fuentes, en las necrópolis de Pajares en Villanueva de la Vera y Talavera la Vieja, o en los palacios-santuarios de La Mata, en Campanario, y Cancho Roano, Zalamea de la Serena.
Mayo de 2021
Plato cerámico
Loza esmaltada. Talavera de la Reina / Puente del Arzobispo
Siglo XVIII
Los alfares de Talavera de la Reina y Puente del Arzobispo (Toledo), que venían teniendo modestas producciones de loza de tradición mudéjar, entran a partir del siglo XVI en una etapa de esplendor que alcanzará su apogeo en los siglos XVII y XVIII. Se incorporaron motivos decorativos extraídos de la prestigiosa porcelana china, apareciendo ciervos, aves o paisajes, y posteriormente se pasó también a utilizar influencias italianas en la loza polícroma.
En esos siglos, la loza esmaltada de Talavera gozó del favor real y se convirtió en elemento de prestigio entre la Nobleza, las Órdenes Religiosas e incluso entre las clases populares; las producciones de mayor calidad artística se dan en los siglos XVI y XVII, pero en los siglos siguientes, y hasta bien entrado el XIX, se produce la popularización de estas piezas, que comienzan a estar al alcance de casi todas las economías a medida que crecen las producciones y se aprecia una clara decadencia estética frente al empuje de la loza de otros lugares, especialmente de la Real Fábrica de Alcora (Castellón) fundada en 1727.
Las piezas de Talavera no llevan marcas, por lo que su estudio se ha abordado a través de las series documentadas históricamente. En general, la producción que presenta un esmalte blanco puro procede de alfares de Talavera, mientras que las piezas de Puente del Arzobispo se caracterizan por un esmalte menos blanco y cuidado.
El Museo de Cáceres posee una amplia colección de loza de Talavera y Puente, debido a la gran difusión que alcanzaron las producciones toledanas en toda España durante los siglos XVIII y XIX. Buena parte del conjunto procede de la colección que reunió el comerciante placentino Pedro Pérez Enciso, como es la Pieza del mes de mayo, pero además las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en distintos puntos de la provincia, especialmente en el Monasterio de Yuste, han deparado numerosos fragmentos de loza y de azulejería talaverana. La mención de piezas de Talavera es muy corriente en los ajuares domésticos de los siglos XVIII y XIX por toda la provincia cacereña, y sólo en la segunda mitad del siglo XIX comienzan a aparecer con fuerza producciones populares de Manises y, en menor medida, de Sevilla.
Entre las series talaveranas de influencia china, que imitan a las porcelanas que entraban en Europa por Lisboa y Sevilla en los siglos XVI y XVII, destaca la serie de los helechos, en que los platos normalmente presentan un motivo central, que suele ser una golondrina en escorzo, un venado, un jabalí, etc., mientras que el borde del plato se decora con varios pisos paralelos de ramas con hojas que recuerdan a los helechos. Esta serie se viene fechando entre 1620 y 1725. Con el tiempo, surge una nueva serie, la de los helechos tardíos, con similares motivos, pero con una representación más simplificada de los helechos del borde, que adquieren forma de espiga; esta serie se suele fechar entre 1700 y 1800 y se fabricó de forma mayoritaria y casi exclusiva en Puente del Arzobispo.
El plato que presentamos fue adquirido por D. Pedro Pérez Enciso y posteriormente depositado por la Diputación Provincial de Cáceres en nuestro Museo, y presenta en el centro la golondrina en escorzo característica de este grupo, junto a los conocidos motivos vegetales esquemáticos. Procede muy probablemente de Puente del Arzobispo y puede fecharse entre 1725 y 1800.
Junio de 2021
«Alpes austriacos»
Óleo sobre lienzo. Teodoro Wagner
Siglo XX
«Alpes Austriacos» es una obra del pintor barcelonés Teodoro Wagner, nacido en 1905 descendiente de una familia alemana y próspero empresario de la publicidad que cultivó también su afición a la pintura, llegando a realizar varias exposiciones en solitario en Madrid y Barcelona en la década de 1950. Se trata de una representación, como gran parte de su obra, influenciada por el movimiento impresionista.
Dentro de la pintura contemporánea muchos movimientos pictóricos nuevos se van a desarrollar entre finales del siglo XIX y principios del XX, la mayoría nacidos en diferentes países europeos. En España tienen un desarrollo desigual, dependiendo de múltiples circunstancias, pero en muchos casos decisivos serán los artistas que los sigan y también las regiones, no será lo mismo el desarrollo de un movimiento artístico en las que están periféricas y mal comunicadas, en muchas ocasiones ni siquiera llegan a tener una mínima incidencia, que en otras más ricas, mejor comunicadas y en constante interrelación con Europa, donde los diferentes estilos modernos se conocen, se estudian y se siguen más de cerca.
El género del paisaje en la pintura figurativa española siempre ha tenido un gran arraigo y muchos seguidores, ya sean paisajes españoles, donde abunda la diversidad de escenarios, con cambios absolutamente extremos de unas regiones a otras, incluso en una misma comunidad la variedad puede llegar a ser de lo más heterogénea; como también el gusto por otros paisajes más exóticos o menos habituales en nuestra geografía.
En el caso de la obra «Paisaje austriaco», es el reflejo de ese gusto un tanto esteticista de un paisaje de montaña muy sencillo, sin grandes pretensiones técnicas ni decorativas. En un primer plano vemos un lago de aguas cristalinas que pasan por una gama cromática entre azules, verdes y blancos; un lago que imaginamos limpio, sin contaminar por el hombre. En segundo plano, pero sin alejarnos mucho, la escena es un pequeño caserío disperso, con muy pocas viviendas a base de leves trazos o pinceladas de color; realmente esa alusión a la vida humana es casi anecdótica, pero lo determinante es esa imagen final, esa montaña rotunda e impresionante que va a dominar la escena, ella es la protagonista indiscutible. La naturaleza se impone con fuerza al resto de los elementos, en este caso incluso al humano.
La gama cromática de toda la composición se reduce, a azules, verdes, blancos… y muy puntualmente rojos, marrones y ocres. Para el paisaje trabaja con colores fríos y para las representaciones relacionadas con el hombre se decantará por tonos más cálidos. Utilizará el mismo tipo de pincelada muy suelta, en la que a veces más que representar sugiere las imágenes, predominando el color sobre la línea, con esas pequeñas manchas de color yuxtapuestas. La obra que exponemos forma parte de la colección de Bellas Artes del Museo de Cáceres desde el 7 de abril de 1986.
Julio de 2021
Cantimplora de cerámica «enchinada»
Siglo XVI
Plaza de San Mateo, Cáceres
Agosto de 2021
Botines de hombre
Félix Barra
Casar de Cáceres, 1929
El curtido del cuero y su transformación fueron históricamente una de las principales fuentes de riqueza de la población de Casar de Cáceres. A finales del siglo XVIII varios vecinos se habían asociado para crear una fábrica de curtidos de suela, vaquetas y cordobán, que procesaba casi 9.000 cueros vacunos al año, y otros 2.000 de cabra. Para ello funcionaba una veintena de tenerías ubicada junto al Arroyo de la Aldea, en una zona que hoy sigue llevando el nombre de Calle Tenerías.
La principal producción era la suela, que se vendía por toda la provincia, y que surtía a los talleres locales de zapatería, cuya producción de calzado se vendía por las provincias extremeñas y castellanas e incluso en Madrid.
A mediados del siglo XIX la industria se mantenía, aunque algo mermada, pues sólo trabajaban diez tenerías que curtían anualmente unos 4.000 cueros que llegaban desde Lisboa y Cádiz. Entre los talleres artesanales locales seguían destacando 40 obradores de zapatería que funcionaban en el pueblo; aquellos zapateros del Casar manufacturaban entre 20 y 30.000 pares anuales de zapatos considerados «bastos» que, además de cubrir las necesidades de la localidad, eran vendidos por ciudades y pueblos de toda la provincia, incluyendo desde luego la capital. A principios del siglo XX la industria del calzado se mantenía pujante en Casar de Cáceres, y gran parte de su producción era absorbida por el mercado de la ciudad de Cáceres.
Probablemente, esa fama es la que llevó a D. Miguel Ángel Orti Belmonte, entonces Director del Museo de Cáceres, a encargar a un zapatero del Casar, Félix Barra, dos pares de «borceguíes bastos», por los que se pagaron 39 pesetas, y otros dos pares de «zapatos de bóveda», que costaron 31 pesetas, destinados todos ellos a los maniquíes masculinos que figuraron con indumentaria tradicional de la provincia en la Exposición Iberoamericana de Sevilla celebrada en 1929. Al igual que los trajes, el calzado adquirido con tal ocasión pasó a formar parte de la colección del Museo de Cáceres tras la clausura de la magna exposición sevillana, quedando expuestos en la recordada «cocina folklórica» que durante cuatro décadas estuvo instalada en las actuales salas 6 y 7.
El Diccionario de Autoridades define los borceguíes como calzado o botines que llegan a la mitad de la pierna, pero con posterioridad tal denominación se viene aplicando también al tipo de botines que se exponen como Pieza del mes. Como puede verse, se trata de un modelo sencillo de piel basta, equipado con cordones de cuero, con siete ojales, amplia lengüeta y refuerzo de piel suave en los contrafuertes de los talones.
El hecho de que nunca hayan sido utilizados ha permitido una excelente conservación de los botines, de manera que aún puede leerse la marca del fabricante en la suela de uno de ellos «Fca. De Calzado de Félix Barra. Casar de Cáceres».
Septiembre de 2021
Octubre de 2021
Alfar de la Calle General Margallo, Cáceres
Cerámica, Siglos XIV-XV
En 1229 Cáceres es conquistada por el rey Alfonso IX comenzando una nueva época para la ciudad con el fin del dominio andalusí y su incorporación a la corona de León. Es probable que una parte de sus pobladores de religión islámica partiese para el exilio, pero muchos quedaron en la ciudad agrupados en algunas calles fuera de las murallas, como en la antiguamente conocida como calle de Los Moros, hoy General Margallo, muy próxima a la Plaza Mayor.
En un inventario recogido por el notario D. Francisco Andrada Rodríguez, del 8 de agosto del año de
1802, se citan entre los bienes de D. Pedro de la Cerda Calderón cerámicas de:
«loza del Arroyo, y alvedriado que es de la fábrica de la calle de los Moros»
Siendo esta una de las pocas noticias que hacen referencia a los antiguos alfares desaparecidos de la ciudad de Cáceres, además de la bien conocida cerámica de Arroyo de la Luz.
Los materiales elegidos como piezas del mes, testigos de esta antigua actividad alfarera de la ciudad de Cáceres, aparecieron de forma casual en el patio de una casa de la calle General Margallo. Se han encontrado numerosos restos cerámicos de pequeños cuencos vidriados en colores verde y melado, así como atifles o trípodes, útiles de alfarero empleados habitualmente en el horno para separar las piezas esmaltadas, el alvedriado, durante la cocción y evitar que se pegaran unas con otras. La mayoría de las piezas son cuencos que se utilizaban como servicio de mesa y su pequeño tamaño refleja el cambio de las costumbres en la transición a la Edad Moderna, cuando se comienzan a utilizar vajillas individuales y cada comensal disponía de su plato o cuenco, a diferencia de lo que ocurría con anterioridad cuando los recipientes eran compartidos y todos los miembros de la familia comían del mismo plato.
La calle de los Moros resultaba idónea para la ubicación de un alfar: situada cerca del arroyo que discurría por la calle Ríos Verdes, de ahí su nombre, que proporcionaría el agua y, acaso, la arcilla necesarias para la elaboración de los recipientes cerámicos, fuera de las murallas de la ciudad por lo que los humos de la cocción no molestarían a la población y cerca de la Plaza Mayor donde se celebraba el mercado y posiblemente se vendieran estás piezas cerámicas.
Noviembre de 2021
Diciembre de 2021
«Virgen con el Niño», Eleusa o ternura en griego, también denominada Glykophilousa o Dulce Amante, es una forma iconográfica de representación del Niño Jesús y la Virgen María propia del arte bizantino, especialmente en los iconos.
Su origen está en el mundo copto (el Egipto cristiano); la Virgen sostiene al Niño, sus caras se tocan y el Niño pasa por lo menos un brazo alrededor del cuello o del hombro de su Madre, se distingue por la actitud de ternura entre Madre e Hijo, destacando la humanidad de este último.
El arte cristiano occidental, después de cierta resistencia y controversia inicial, adoptó la fórmula «Madre de Dios» en el Concilio de Éfeso, el año 431, desarrollándose este mismo tema pero con diferentes representaciones: el Niño acariciando la barbilla de la Virgen; la Virgen amamantando, Virgen de la leche o Galactotrofusa; dándole de comer las primeras comidas sólidas al Niño, Virgen del cacillo o Virgen de las gachas; la Virgen sentada sobre el suelo o sobre un cojín, Virgen de la humildad; la Virgen adorando al Niño, Virgen de la Adoración, etc.
En Occidente, los hieráticos modelos bizantinos fueron seguidos estrechamente en la Edad Media, pero con la creciente importancia del culto a la Virgen, en los siglos XII y XIII se desarrollan con más amplia variedad los tipos, para satisfacer la corriente de unas formas de piedad más intensamente personales. Muchas otras representaciones de la Virgen en comunicación con el Niño se irán ampliando a lo largo de los siglos y en las diferentes manifestaciones artísticas.
La primera representación de la Virgen con el Niño que se conserva puede ser la pintura mural en la Catacumba de Priscila, en Roma, en la que aparece la Virgen sentada amamantando al Niño, quien a su vez vuelve la cabeza para mirar al espectador.
La escena del cuadro que vemos muestra esa estrecha relación que existe entre ellos, ese fuerte vínculo que les une como madre e hijo, y que se denomina teológicamente Theotokos, que es la condición de María como madre de Dios. La Virgen lleva al Niño en su regazo, ambos aparecen mirando al frente, en actitud hierática. La función de esta composición es mostrar a los fieles a María como madre de todos los cristianos, identificada con la Iglesia. Se presenta de este modo la plenitud del amor entre Dios y el hombre, un amor cuya culminación solo se puede alcanzar en el seno de la Iglesia, uno de cuyos atributos es «Madre».
Se trata de una obra eminentemente popular, fechable en el siglo XIX, Ruth Matilda Anderson pudo fotografiar pinturas muy parecidas en 1928 en hogares de Montehermoso; las figuras de la Virgen y el Niño van enmarcadas por motivos florales, que son los mismos que se repetirán en el manto de la Virgen. Los colores son planos y la gama cromática prácticamente se reduce a los colores verde, rojo y blanco.
El cuadro forma parte de la colección de Bellas Artes del Museo de Cáceres desde el 14 de enero de 1974, es un Depósito de la Diputación Provincial de Cáceres y pertenece a la Colección reunida por D. Pedro Pérez Enciso.
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